Divine Decree | Gilgamesh [Priv.]
Mixcóatl

Prefectura Ōita, Japón
Un fuerte viento sopla hacia la gabardina de quien dedica la mirada hacia los cielos, el alto punto terrestre de Sobo conectándole con el surque de las estrellas. Una figura sin igual, humana pero con rasgos reptiles y celestiales a la vez; es quien comulga con las estrellas y busca saber de ellas, y de lo que saben.
La falta de respuesta de éstas trae un desconcierto a su imagen, el ceño fruncido y alzándose con falta de gusto. Y no es que las estrellas se negaren a responderle algo, sino que no hubo respuesta alguna de ellas. ¿Será el semblante de la locura? ¿Será alguien que, realmente, es capaz de hablar con éstas?
Es una figura ciertamente desdichada, de quien la falta de sosiego se ve expresa en brazos cruzados, mostrándose triste, inclusive. Sentía que los astros mismos le habían abandonado, que el titilar era una forma de ignorarle. Como una madre ignorada por su estirpe, por quienes han tomado su propio sendero en la inmensidad del espacio mismo; pareciera, que el Centzón no tiene forma de responder ante sus preguntas. En la demencia, incluso, se pregunto si éstas hablarían un lenguaje distinto, pero ciertamente es improbable. «Qué idiota. Las estrellas ni hablan, ¿cómo podrían hablar japonés?»
La cordillera del Monte Sobo presentó la oportunidad idónea para comunicarse, pero no funcionó de mucho. Y le sorprendía, pues la densidad mágica de otras regiones le permitía saber de los cielos mismos, y lo que éstos habían presenciado; era un mal presentimiento, hasta pésimo, y algo que le hizo saber que se vería en jaque tarde o temprano. Lo musitó, recién comprendido.
—¿Señal? No… ellos no serían tan descuidados.
No es más que una teoría, pero el que la Asociación de Magos se viere involucrada no le sorprendería del todo. Aquellos de la Torre siempre han sido ratas paranoicas, por más estudiosas y dedicadas que sean. Cualquier fluctuación impromptu en el arte de la magia daba para sí el aire de la incertidumbre, y como todo humano, todo lo desconocido llega a ser una amenaza. Lo sabe muy bien, lo supo muy bien; Dorotea, de quien roba el cuerpo, fue alguna vez parte de ello.
Insultar al equivalente de su alma máter daba un enigmático sabor de boca, ella hasta lo debía de admitir… pero su trabajo en las cercanías de la ciudad había concluido, quería pensar. Desde un breve rato de reconocimiento en los alrededores, hasta una charla en la cima del monte con una curiosa deidad, lo suyo fue una labor de reconocimiento. Era hora de irse, trepidando un desliz bajo las orillas de Sobo y en una ágil carrera cuesta abajo para arribar a tierra firme.
Su destino fue una de las ciudades aledañas en la prefectura, Bungo-Ōno, misma que tiene al monte en sus orillas. El primer paso para salir de Asia es arribar a una localidad abandonada, escudriñar entre los bienes… y, al final de todo, hacer que ese viaje haya valido toda la pena.

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Gilgamesh

Prefectura Ōita, Japón
Había localizado a su presa. Gilgamesh miraba con malicia todo lo que hacía mientras apretaba con fuerza su bastón. En esta ocasión, estaba vestido en su atuendo de combate... Y no era para menos, teniendo en cuenta lo que iba a hacer. Había detectado aquella presencia aberrante al momento de que puso un pie en aquella ciudad. Ya no es solo porque reconoció a otro de esos asquerosos dioses. Sino porque además, era uno de esos dioses de americanos que tanto odiaba. Unos simples parásitos que no merecían más que estar debajo de la suela de sus zapatos. Ni más ni menos. Y sin embargo, podía dejar pasar todas esas ofensas, pero incluso el rey de los héroes tenía un límite. No es como si aquella deidad en específico le haya hecho algo en cuestión ni mucho menos. Realmente, no era tan mezquino como para atacar a alguien solo porque su presencia me ofendía. Podía tolerar a Ishtar y no iba a tolerar a una deidad aleatoria haciendo de las suyas porque si.
No.. Lo que no podía tolerar, era el tipo de deidad que era en cuestión. Una sucia serpiente... Un estúpido reptil que no conocía su lugar. Gilgamesh tenía un serio rencor hacia las figuras que tenían orígenes en serpiente, porque fue una serpiente lo que le arrebató la inmortalidad cuando ya la tenía en sus manos y puso fin a su búsqueda para ser inmortal. A la larga, eso le sirvió para ser el mejor rey de Uruk. Sin embargo, Gilgamesh era rencoroso. Y ahora gracias a esa serpiente, aguardaba rencor contra aquel origen en si. Era por eso mismo, que había decidido actuar cuando menos lo esperara esa escoria. Iba a pagar su ofensa de mostrarse ante el rey así como así.
Abrió su tomo y varios portales de gate of babylon surgieron a su espalda. De estos, salieron unos objetos, pero no disparados. Estos empezaron a cargar energía mágica y dispararon cual energía mágica hacia su objetivo. Su objetivo no era darle ni mucho menos. Simplemente era advertirle y además revelar su propia presencia. Una vez el bombardeo pasara, Gilgamesh casualmente bajaría y se mostraría frente a la mujer, clavando sus frívolos orbes rojizos en ella. Pese a la frialdad, se notaba la furia que desprendían sus ojos.
— Ya es mucho que mi jardín esté contaminado — masculló con furia controlada. — Sin embargo, que mi jardín esté lleno de serpientes y pestes como tu, es algo que no estoy dispuesto a tolerar. Entonces... Es hora de control de plaga — sentenció frívolamente, varios portales abriéndose a su espalda mientras miraba analíticamente a la deidad.

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Mixcóatl

La misma sensación se traza en el ruido de sus manos hurgando cual rata entre las pertenencias de la localidad abandonada, esperanzada en la supervivencia de todo lo añejo y por tanto más intenso en su sabor. Y el que lo necesite es una exageración; que ronde como tal en ese lugar no es sino un pequeño capricho, una forma de matar el tiempo antes de tomar vuelo hacia las costas que rodean la nación, suponiendo un breve viaje de retorno hacia Baldanders, queriendo imaginarse alguna agradable sorpresa.
Aún así, esa agotada mirada guardó para sí el espejismo de una deidad un poco herida.
«Buf, no me quieren hablar. Seguro estarán resentidas por…»
—¡A-já!
Una botella, retocada por el polvo mas no por ello falta de pureza; cristalino sake de su salvación, e idónea para darse un descanso de la vida, y la aburrida realidad. Solamente esperaba no se viera muy quemado por el Sol… cosa que le consternó, pues alzó la mirada al techo. No hubo techo alguno, sino un claro, vasto cielo cerúleo.
Emprendió, entonces, el camino de salida. El pasaje a través de la puerta de entrada, donde alguna vez hubiera habido una puerta siquiera, dejando de la otrora licorería un paraje a la intemperie, no más que un lúgubre vestigio de una humanidad fracasada.
De los humanos poco le puede importar, y ni un bledo lo que la Torre y demás hagan ahí. Su aventura en Japón concluirá en unos minutos, y en sus manos, porta un pequeño trozo del cielo. Y entre un lindo viento desde el horizonte y una extraña, potencialmente hostil manifestación mágica a lo lejos, nada malo podría salirle mal.
—¿Hm? —desconcertada, la figura dio una media vuelta, un surque desmesurado marcando la intemperie con miscelánea cargada con magia, objetos y posibles riquezas arrojadas como si a quemarropa fuere, sin certeza alguna de derribarle. La botella, sin embargo, no compartió esa fortuna, y lo que resta en su mano no es sino la boca de su pequeño premio, habiéndose ahorrado el precariado descorche de cierta forma.
En su rostro reposó una expresión como pocas veces vista antes: decepción absoluta, tristeza, un corazón roto por la pérdida de su souvenir. Ni un instante tardó en desmedirse, los ojos plasmando la mirada más afín a la de un reptil, con pupilas verticales y un brillo difícil de ignorar.
—¿Qué? ¿¡QUÉ!? ¿¡Me estás chingando!? ¿¡Otra vez Arcadia y su bola de pendejos estúpidos!? —Se le notaba un poquito irascible en lo que concierne a sus pertenencias, medida en la barbaridad de sus palabras y expresa, con cuidado, en su disgusto ante la situación, por no decir de la mera suposición de que Arcadia fuera, una vez más, el bravucón que no ve molestia alguna en molestar de nueva cuenta a la criatura que ha cercenado a varios escuadrones suyos.
Sus párpados temblaron, los dientes rechinaron; pisoteó un par de veces el suelo, y un berrinche se asomó, lanzando incluso su botella quebrantada hacia la figura lejana. Ni de broma lograría darle, pero esa falta de respeto viene, en sí, de su mayor molestia en la vida. En la vida como Pseudoservant, claro está.
—¿¡Por qué me siguen aquí también, eh!?

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